El 23 de julio de 2011, su guardaespaldas la encontró muerta en su cama. A pesar de que tenía 27 años, nadie se asombró demasiado con la noticia. Su caída había sido previsible e inmensamente pública. Cada borrachera, cada exceso, cada incumplimiento contractual había sido a los ojos de todo el mundo.
Amy Winehouse fue una cantante descomunal. Su voz era una fuerza de la naturaleza. Sus primeras grabaciones son sorprendentes. Una chica de veinte que canta con la profundidad de una veterana, con un color de voz único y un manejo técnico deslumbrante. En la plenitud de sus facultades se la notaba con un total control de su arte, una habilidad innata. Era algo real, emocional, auténtico. No había artificios. Había un dolor ancestral en su canto. Alguna vez reconoció que no se le había pasado por la cabeza ser cantante profesional porque el canto para ella era natural, cotidiano, algo que siempre estuvo a su lado. Sus primeras apariciones públicas mostraban a una chica de gran franqueza, con una naturalidad salvaje y una frontalidad desusada.
my Winehouse fue la última en conseguir el poco deseado ingreso al exclusivo Club de los 27. Así se conoce al listado de rockeros que han muerto a esa edad. Sus antecesores: Brian Jones, Janis Joplin, Jim Morrison, Jimi Hendrix y hasta el blusero Robert Johnson. Se suele repetir la frase: «Vive rápido, muere joven y tendrás un cadáver que se vea bien». Por más ingeniosa que parezca la frase -algunas se la atribuyen a James Dean, otros a Truman Capote- es absolutamente falsa. La mayoría de estos muertos célebres parecían de mayor edad al momento de su deceso. Llevaban en su cara la marca de los excesos, que suelen cobrar un alto precio.